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El único tratamiento para el coronavirus es la Solidaridad

Una estrategia solidaria para enfrentar al coronavirus puede darnos una gran conclusión: que es necesario luchar por una sociedad donde la salud de todos sea más importante que las ganancias de unos pocos.

Una pandemia convierte el eslogan de la solidaridad en algo literal: un daño a uno es un daño a todos. Es por esto que intensifica el deseo frenético de separarse de la red de interdependencia y salir adelante solos.

El nuevo coronavirus pone en primer plano la lógica de un mundo que combina una realidad material de intensa interdependencia con sistemas políticos y morales que abandonan a la gente a su suerte. Al estar conectados –en el trabajo, en el bus y el metro, en la escuela, en las tiendas y mercados, con los sistemas de delivery–, nos podemos contagiar y somos vulnerables. Al estar moralmente aislados –se nos dice que cuidemos de nosotros mismos y de los nuestros–, nos estamos convirtiendo en sobrevivientes casa por casa, apartamento por apartamento, guardando suficientes latas y productos congelados, almacenando suficientes desinfectantes y medicinas para los resfríos, para así cortar vínculos y salir adelante por nuestra cuenta.

La lucha revela un sistema de clases en el que la posibilidad de retirarse es una marca de estatus. Quien tiene riqueza o un salario de una institución que lo contiene, y suficiente espacio en casa, posiblemente podrá ser capaz de llevar a cabo el truco esencialmente absurdo de aislarse por algunos meses desabasteciendo la red de comercio virtual como Costco y Trader Joe’s. Pero para la mitad de la gente que vive en Estados Unidos, por ejemplo, que no tiene ahorros y que vive el día a día, en pequeños apartamentos con espacios reducidos para almacenar comida o que tiene que apresurarse todos los días a salir a buscar un ingreso, esto es sencillamente imposible.  Mucha gente estará entonces fuera de sus casas, en el metro, las estaciones de servicio, teniendo que elegir entre la prudencia epidemiológica y la supervivencia económica porque simplemente no tiene más remedio. Y mientras esto sea cierto –mientras muchos salgan cada día y se mezclen unos con   otros tratando de salir a flote–,  habrá razones para pensar que solo una minoría estará a salvo. Extrapolando lo poco que sabemos sobre el virus, el número de portadores continuará aumentando. Mientras nuestro aislamiento moral y político nos lleva de vuelta al   supermercado,   nuestra   interdependencia material hace que casi todos y todas seamos vulnerables.

«Lávate las manos» es un buen consejo pero también un recordatorio conmovedor de que este no es el tipo de problemas que solo la responsabilidad personal puede resolver. La epidemiología es un problema político. No es difícil diseñar los pasos que podrían aliviar nuestra cruel situación: una interrupción del trabajo, un apoyo masivo a los ingresos de los trabajadores (pagos de desempleo combinado con algún ingreso básico universal), una moratoria de hipotecas y desalojos. El tratamiento para el coronavirus y para síntomas relacionados con él debe ser gratuito y comprehensivo, sin preguntas previas (sobre   situación   migratoria,   por ejemplo), para que nadie termine sin tratamiento por miedo o falta   de recursos. Esto es, en el sentido más directo posible, bueno para todos. Es también la manera en que las personas pueden protegerse mutuamente frente a las vulnerabilidades  y necesidades viendo los problemas de los demás como propios.

La crisis es tan apremiante y las posibilidades de éxito parecen tan reservadas a la elite que una pandemia también pone en evidencia que necesitamos del Estado si queremos sobrevivir. El torpe repertorio de Donald Trump –¡Todo está bien! ¡El virus es extranjero! ¡Estamos tomando fuertes medidas!– revela una vez más que no tiene una idea  real de cómo usar el Estado, excepto como la plataforma para su propio exhibicionismo y como una cuenta bancaria para la corruptela. La clase a la que pertenece, un conjunto de oligarcas tardocapitalistas, es demasiado   decadente, el resultado   patente de su propia estupidez y espíritu egoísta, como para tener algún instinto de qué hacer en una crisis como esta. No obstante, algunas mentes más agudas tendrán varias ideas, muchas de ellas perjudiciales para mucha gente.

Existen tres escenarios básicos para  esta crisis y para las futuras, todavía más mortíferas. El primero es la continuidad de la tendencia en Estados Unidos, básicamente privatista, con alguna participación de la salud pública en los testeos y en las pautas de funcionamiento del sistema. Los ricos se retiran, las clases medias y profesionales se autoaíslan tanto como pueden pero se mantienen vulnerables, y las clases trabajadoras y los pobres se enferman y mueren.

Incluso en una sociedad a menudo cruel como la estadounidense, esta es una receta que produce una reacción adversa, lo que da lugar a un segundo escenario: un nacionalismo de catástrofe. El coronavirus se asemeja a una versión acelerada de la crisis ambiental en que, al resaltar nuestra vulnerabilidad y nuestra interdependencia,  les da una ventaja política a aquellos que pueden protegernos –sea a muchos o solo a algunos de nosotros–. Si no en esta epidemia, entonces en la siguiente, el «virus extranjero» de Trump puede encontrar un sucesor en un nacionalismo que tome verdaderas medidas materiales para proteger a «nuestro» pueblo mientras excluye, expulsa o se deshace del resto. Algo así es probablemente el escenario por defecto de la política en un mundo inestable y amenazador donde la mayoría de los poderes estatales opera a escala nacional,  lo que supone una invitación constante al etnonacionalismo.

El tercer escenario es el solidario. Un daño a uno es, de hecho, un daño a todos; y no es solo que suene bien decirlo. Las respuestas a escala nacional a las crisis globales ecológicas y epidemiológicas constituyen una forma de mitigación provisional. En este mundo, cada país necesita de los demás para tener un sistema de energía y una infraestructura verde y una economía centrada en la salud y la reproducción social en lugar de la competencia precaria para conseguir un trabajo temporal. Necesitamos ejércitos activos de trabajadores de infraestructuras verdes y enfermeros  y enfermeras más de lo que necesitamos a los ejércitos actuales; y necesitamos que todos los tengan. La lección de la crisis climática, que podemos conseguir una forma de abundancia material pública pero que el esfuerzo para tener abundancia privada universal nos va a matar a todos, se trasladó a la pandemia: podemos permitirnos un sistema de salud realmente público, pero si todo el mundo se ve obligado a tratar de mantenerse sano por sí mismo, no funcionará, y tratar de hacerlo terminará provocando muchas muertes.

¿Es esto imposible, estamos pidiendo demasiado? Vale la pena recordar que nuestro mundo de soledades gregarias, de ética individualista y de interdependencia material no ocurrió de repente. Se necesita una vasta e intrincada infraestructura para mantenernos a todos funcionando al servicio de los demás, y al servicio último del retorno al capital: desde las autopi stas hasta los mercados de crédito y el régimen de comercio mundial. El hecho de que estos sistemas entrelazados están golpeando a los mercados financieros de todo el mundo, ante la perspectiva de que las personas puedan necesitar pasar unos cuantos meses recluidas en sus casas en lugar de apresurarse a intercambiar dinero, revela de qué manera esos mercados están finamente calibrados para tener ganancias, y hasta qué punto carecen   de   resiliencia ante cambios en las necesidades humanas.

Las manos y las mentes que construyeron este orden no carecen del poder para crear uno en el que se ponga la salud primero, en cada nivel: el de los individuos, las comunidades,  el mundo y el planeta. Este es un orden diferente, profundamente resiliente, aun cuando para llegar allí se requiera de una lucha política por el valor de la vida misma, por decidir si estamos aquí para obtener ganancias o para ayudarnos unos a otros a vivir.

Por: Jedediah Britton-Purdy

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