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EL DIALOGO COMO EJERCICIO ÉTICO

Debemos a los antiguos griegos, y en particular a Platón, el cultivo del diálogo como camino hacia el saber. En efecto, este filósofo puso por escrito sus ideas en el estilo de conversaciones entre Sócrates —personaje principal de la mayoría de sus obras— y otros interlocutores, Sócrates, que fue su maestro como se sabe, no escribió nada. Platón dio a conocer su pensamiento en sus obras tempranas. En su madurez y vejez siguió mencionando a Sócrates en sus libros, pero el contenido de estos ya era fruto del pensamiento propio de Platón. El conjunto de las obras de Platón se conoce como los Diálogos. Logos, en griego, es razón, pensamiento, palabra. En la experiencia del diálogo —confrontación de ideas entre dos o más interlocutores— los argumentos dados son so- metidos a examen. Desde la perspectiva filosófica, la búsqueda dialógica del saber es una dimensión más lograda y fecunda que aquella representada por la reflexión individual solitaria, aunque ciertamente esta última es condición previa y necesaria para que el diálogo se produzca.

El diálogo como búsqueda

Todo diálogo es una invitación a pensar. Los dialogantes buscan una verdad y deciden indagar juntos. Por ello, en la tradición consagrada desde Platón se califica a la experiencia dialógica como un gesto filosófico. El filósofo Gastón Gómez Lasa, especialista en pensamiento antiguo, señala en uno de sus libros —La Institución del Diálogo Filosófico, U. Austral de Chile, 1980— que «el diálogo es una búsqueda enderezada hacia ciertos objetivos sobre los que no hay todavía una visión compartida». Sobre un tema cualquiera pueden existir opiniones diversas y hasta contrapuestas. Juntarse a dialogar implica, al menos, la voluntad de las personas de tratar de entenderse. No se trata, aquí, de intentar convencer al otro de la certeza de un punto de vista. Por cierto, cada dialogante aspira a que sus razones tengan algún valor para los otros participantes del proceso, pero para que la experiencia dialógica pueda tener éxito no puede aferrarse dogmáticamente a ellas como si constituyesen la verdad absoluta. El diálogo es lo opuesto al dogmatismo, oposición que puede también hacerse extensiva a la dicotomía retórica— dialéctica. La retórica es lo que, según Platón, practicaban los sofistas y que consistía en discursos pretendidos verdaderos que solo perseguían persuadir a los oyentes. El mensaje retórico es inmune a la crítica y a la contradicción. Parte desde una convicción férrea y no admite debate alguno.

La dialéctica se conforma de razones que se van entretejiendo en la atmósfera intelectual de la búsqueda del conocimiento. No hay aquí convicciones absolutas impermeables a la crítica, sino argumentos que exigen y demandan la reflexión, el análisis, el libre examen y la posible refutación. Como marcha hacia el saber —nos dice Gómez Lasa— el diálogo avanza por grados. Hay una progresión dialéctica en esta experiencia que acerca a los participantes a modos aproximados de conocimiento. En el juego discursivo del cruce de razones, lo importante es ir estableciendo consensos mínimos para poder seguir avanzando en la búsqueda compartida. De otro modo, se está en la aporía, en el callejón sin salida, en la obstaculización del proceso y la no-solución.

Requisitos del diálogo

Para que se produzca el espacio del diálogo son necesarias ciertas condiciones. La primera de ellas es lo que puede denominarse como «el reconocimiento de la propia ignorancia». Un viejo relato oriental ilustra esto: Un famoso guerrero visitó la casa de un maestro Zen. Al llegar se presentó, contándole de todos los títulos y aprendizajes que había obtenido en su larga vida. Después de tan sesuda presentación, le solicitó al maestro que le enseñara los secretos del conocimiento Zen. Por respuesta, el maestro lo invitó a sentarse y le ofreció una taza de té.Aparentemente distraído, sin dar muestras de mayor preocupación, el maestro vertió el té en la taza del guerrero y continuó vertiendo el líquido aún después de que la taza estuviese llena.

Consternado, el guerrero le advirtió al maestro que la taza ya estaba llena y que el té se estaba derramando por la mesa. Entonces, el maestro le respondió: «Exactamente, señor. Usted ya viene con la taza llena, ¿cómo podría, pues, aprender algo?» Si alguien anda por el mundo considerando que su taza está llena, creyendo que ya sabe todo lo necesario, supone que no hay nuevos conocimientos que obtener y no buscará el diálogo. Cruzar ideas, debatir, implica tener una mente abierta y un espíritu curioso. Famosa es la frase de Sócrates: «Solo sé que nada sé», base precisamente de su filosofía dialógica.

En su caso, la admisión de no-saber le servía para dos aspectos: primero, para entrar con entusiasmo en la discusión con alguien que pretendía ser sabio; segundo, para que ese pretendido sabio se sintiese en posición privilegiada para ostentar su «sabiduría» ante él. Así, este «partero de ideas» (denominación metafórica que Sócrates se daba inspirado en el modelo de su madre, partera de profesión), empezaba a demoler, a través de preguntas, las certezas de su adversario. Una vez liberado de sus falsas creencias —ignorante como Sócrates—, podían juntos marchar hacia el conocimiento genuino, progresar dialécticamente en la búsqueda de la verdad. El diálogo socrático- platónico es un continuo preguntar. Porque, como decía Einstein, si quieres alcanzar el saber, valen más las preguntas que las respuestas. Por tanto, un segundo requisito —lógica continuación del primero— es el deseo de aprender. En materia de crecimiento intelectual, de perfeccionamiento personal, la soberbia nunca ha sido fecunda. Querer aprender, en la experiencia dialógica, significa colocarse los oponentes en un plano de igualdad. Se reconocen en un mismo nivel de conocimiento y en una semejante actitud de indagación. Un tercer requisito es la voluntad de respetar la persona del otro, del adversario. Las opiniones del otro pueden ser criticables —de hecho, la esencia misma del diálogo es poner en cuestión los diversos argumentos—, pero se debe tolerar el derecho que tiene de exponerlas. Escuchar con atención, comprender bien la postura intelectual adversa, no aplicar censura y contraatacar con razones son los rasgos que conforman el respeto que el diálogo exige.

Ética del diálogo

El diálogo no es una experiencia intelectual que garantice de antemano alcanzar el conocimiento o la verdad. El mismo Platón termina muchos de sus Diálogos sin que se alcancen conclusiones definidas, es decir, mostrando caminos intelectuales «aporéticos». No obstante, todo diálogo —como ya se señaló— es una invitación a pensar y eso ya es fundamental. Si tenemos en cuenta los requisitos del diálogo —el reconocimiento de la ignorancia, la apertura continua al aprendizaje y en un plano de igualdad con los demás, el respeto y la tolerancia hacia el otro— se puede reconocer que este proceso dialéctico es un ejercicio ético.

El filósofo Bernard Williams —en su ensayo Platón: la invención de la filosofía (1998) — escribe que Platón «reconocía que los diálogos no podían ser los vehículos de un mensaje determinado, justamente debido a que no pretenden controlar las mentes de sus lectores, sino abrirlas».

Por tanto, esta actividad discursiva, aunque no alcance siempre conclusiones definitivas, es el mejor ejercicio para el crecimiento intelectual. En el caso del diálogo, el camino y no la meta es lo valioso. La práctica del diálogo enriquece. Si se alcanza la meta —si se llega a un conocimiento sólido del tema en discusión— mejor todavía. Pero ya la disposición al debate, el entrecruzamiento de argumentos basados en la razón, es la representación intelectual en su mejor y más lograda condición, es la instancia donde se ponen en juego importantes virtudes éticas para el mejoramiento de la convivencia humana. Una sociedad sana, abierta y democrática fomenta entre sus ciudadanos el diálogo y la polémica. Solo una sociedad enferma teme la crítica y la confrontación de ideas. Tal es el legado pedagógico de maestros pensadores como

Sócrates y Platón. Hoy nos alejamos de ellos, desconociendo su valiosa herencia, si reprimimos en el espacio cívico los necesarios debates que están demandando tantas cuestiones públicas que hoy enfrentamos. Y se hace necesario, también y perentoriamente, rescatar en las aulas escolares el cultivo del diálogo por todo lo que tiene de ejercicio ético. Así, nuestros niños y jóvenes desarrollarán virtudes ciudadanas y mañana harán de nuestra sociedad un mejor lugar para vivir.

(Autor: Rogelio Rodríguez Muñoz, Licenciado en Filosofía U. de Chile, Magister en Educación U. de Chile – Artículo publicado en la Revista Occidente)

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