Columna Libre
Sergio Vásquez Parra: ¿Y si el cosmos fuera en realidad el microcosmos?
El Macrocosmos y el microcosmos no son sino aristas de una existencia común. El origen y la evolución del conocimiento humano están vinculados a la vida del planeta Tierra y, consecuencialmente, a la del Universo en que se encuentra inserta.
El pensamiento humano, que surge y se anida en el espíritu, está vinculado con el mundo externo y, a la vez, con la elaboración que es propia de la conciencia, amalgamando al individuo con el cosmos.
Indagar el cosmos externo e interno para determinar cuál es nuestra razón de ser en él, requiere buscar la verdad, con racionalidad objetiva, según la modesta capacidad del entendimiento humano y la situación del hombre en el punto casi invisible que habitamos. Y exige hacerlo sin desmayo, en el ánimo de encontrarla, aún cuando sólo sea según lo que el destino nos depare. A la par que los científicos describen el universo a través de la teoría de la relatividad general — que describe la fuerza de gravedad y la estructura del universo a gran escala, es decir, en dimensiones que van desde unos pocos kilómetros hasta un billón de billones de kilómetros, que es el tamaño del universo observable. La mecánica cuántica, por el contrario, se ocupa de los fenómenos a escalas extremadamente pequeñas, tales como una billonésima de centímetro, escarbando no sólo en el núcleo de la célula, sino finalmente en el átomo y sus electrones, que subyacen en su fondo. Pero el macro y microcosmos —este último también elucubrado ya por Demócrito- no parecen apartados uno del otro, como entes ajenos. Así, al igual que las órbitas de los planetas alrededor del Sol, que no se visualizan trazadas aleatoriamente, sino en una especie de proporción cuantificada, Rutheford — descubridor en 1911 de la estructura interna del átomo — observó, por ejemplo, que los electrones que orbitan alrededor del núcleo, son comparables a los mismos planetas en sus Órbitas alrededor del Sol.
También se sostiene que las masas a todas las escalas -trátese de planetas, satélites, el Sol y los electrones de los cuásares- parecen formarse en nuestro universo con idéntica proporción. El pintor británico e interesado en la astronomía, Jess Arlem, en sus indagaciones sobre la conciliación de la aparente dualidad entre macrocosmos y microcosmos, manifiesta haber empezado a preguntarse si no se estará cometiendo un error al trazar la diferenciación entre «lo muy grande» y «lo muy pequeño»; y si la naturaleza está mostrando que en realidad el uno no es sino simple reflejo del otro, tal vez como el positivo y negativo de una misma y única película. Y agrega que, bajo este predicado, «ya no puedo mirar hacia fuera, en un esfuerzo por entender y relacionarme con el cosmos. Hoy miro hacia adentro, a la conciencia, y creo que ésta es, en última instancia, la clave que devela el misterio del universo y nuestra relación con él». Y, al final de sus elucubraciones, adelanta: «¿Y si el cosmos fuera en realidad el microcosmos?» De otra parte, Salvador Palomino Flores, hablando de filosofía indígena andina, expresa que «los indígenas andinos, como personas y como pueblos, estamos integrados en el universo, participando de sus leyes, movimientos y cambios en toda su integridad. En nuestra concepción, somos infinidad de microcosmos organizados, inmersos y pertenecientes al gran cosmos», aludiendo así a cada hombre como constitutivo de sendos microcosmos, pero ligados material y estrechamente a la estructura general del universo. Pero, si bien es cierto que la ciencia ha logrado precisar cualitativa y cuantitativamente aspectos de la materia y la energía —sin perjuicio de que es muchísimo más lo que se ignora—, en el otro mundo, el del espíritu, la tarea se hace casi imposible por la necesidad de traspasar el umbral individual de cada ego.
Más, aún así, es posible intentar un buceo en la micro profundidad de la mente, de la conciencia, el espíritu o el alma, teniendo a la vista que el conocimiento y la experiencia humana adquiridos del mundo externo condicionan el mundo interior, al arrastrar a éste, irremediablemente, las imágenes del mundo físico. No quiero dejar de lado en esta parte las palabras de San Agustín, en sus «Confesiones», quien, premunido de un mundo de metáforas hermosas, comienza reclamando por el olvido de la vida interior al señalar: «Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes y las olas ingentes del mar y las corrientes de los ríos y la anchura del océano y el giro de los astros, y se olvidan de si mismos».
Su reclamo se condice con la riqueza que él sabe se contiene en la mente. Y reflexiona primero sobre la recreación del mundo externo en la conciencia del hombre, del que no podría hablar «si interiormente no viese en mi memoria los montes, y las olas, y los ríos, y los astros que he visto antes; y el océano que he contemplado, y con dimensiones tan grandes como si ahora los viese afuera». Al suceder así, nos dice, la conciencia no sólo dispone estáticamente de su contenido, porque además cuenta con la posibilidad de manejarlo y combinarlo. Por eso, agrega: «He aquí que me encuentro con los campos y anchos palacios de la memoria, donde se hallan los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se alla escondido cuanto pensamos, ya sea aumentando, ya disminuyendo, ya combinando de cualquier modo las cosas percibidas por los sentidos… mientras no ha sido aún sepultado por el olvido».
Y, acto seguido, nos explica que no todo se agota con el solo acopio de las imágenes, ya que también podemos traerlas a nuestro arbitrio, cuando nuestra voluntad las llame. En efecto, expresa: «Cuando yo estoy allí, pido que se me presente lo que quiero y algunas cosas salen pronto; otras, hay que buscarlas más largamente y como sacarlas de unos receptáculos más secretos; otras, salen como en tropel y, mientras uno desea y busca otra cosa, saltan en medio como diciendo: «¿No seremos nosotras, por casualidad? Mas yo las aparto con la mano del corazón de la vista, de mi memoria, hasta que se descubre lo que quiero y sale a presencia mía de su escondrijo». El conocimiento del que así habla llega al mundo interior a través de su percepción; sin embargo, no son las cosas mismas las que se guardan en la conciencia, sino cada imagen.
Por eso señala: «Allí se hallan guardadas distintamente y por sus géneros todas las cosas que han entrado por su propia puerta, como la luz y los colores, por la vista; por los oídos todas las especies de sonidos; todas, para recordarlas cuando fuere oportuno volver sobre ellas… Mas no entran allí las mismas cosas, sino las imágenes sensibles de éstas, las cuales quedan allí a disposición del pensamiento que las recuerda». Así, la conciencia resulta pletórica de contenidos; unos buscados, otros meramente recibidos, con una retención combinada de imágenes en el consciente y en el subconsciente. «Allí se me ofrecen el cielo y la tierra y el mar… Allí me encuentro a mí mismo y me acuerdo de mí; y de qué hice y en qué tiempo; y en qué lugar y de qué modo; y como estaba yo afectado cuando lo hacía. Allí están todas las cosas que yo recuerdo haber experimentado o creído». Y aquel bagaje aparece enriquecido con una facultad prodigiosa de la conciencia: la de desdoblarse, volviéndose sobre si misma, para reflexionar sobre sus propios contenidos y saber, por ende, de la conclusiones de su propio razonamiento.
Por eso, San Agustín concluye que «grande es la virtud de la conciencia; y tiene algo no se qué de horrendo, Dios mío, multiplicidad infinita y profunda. Y esto es el alma. Y esto soy yo mismo»; lamentando, por último, «tanta es la virtud de la memoria, tanta es la virtud de la vida, en un hombre que apenas vive mortalmente». No obstante, si la materia es imperecedera, acorde con su transformación permanente, el componente mental nacido de ella debiera también serlo; y, entonces, si el universo macro cósmico es imperecedero, la mente intangible del hombre debiera poseer similar cualidad.
Ahora bien; si concebimos al Universo como el contenido de toda la existencia astral, que persigue en eterno movimiento y expansión para ocupar lo que está más allá de su último confín, esto es, tal vez la nada, la mente pareciera ser superior a la propia materia porque, a diferencia de la materia inerte, sería capaz de dar un paso delante de ella, al poder razonar sobre la existencia de lo que sobrepasa aquel último confín.
Por el contrario, si a diferencia de la mente lo perecible fuere el cosmos… ¿podríamos llegar a la locura de imaginar a la mente en la tarea de crear otro universo, haciendo así ciertos unos dogmas añejos?
Ante tanta pregunta sin respuesta y tamaña imaginación desbocada, Albert Einstein dice con modestia que «la experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es el misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del verdadero arte y de la verdadera ciencia. Fue la experiencia del misterio, aunque mezclada con el miedo, la que engendró la religión». Y, agrega: «Yo me doy por satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida, y con la conciencia de un vislumbre de la estructura maravillosa del mundo real, junto con el esfuerzo decidido por abarcar una parte, aunque sea muy pequeña, de la razón que se manifiesta en la naturaleza».
MASONERÍA Y COSMOS
La visión del cosmos genera en Masonería, que es la institución humanista por excelencia, un doble desafío simultáneo: primero, el de la búsqueda del conocimiento y la razón acerca del ser, en su esencia, materia y forma que en escala mayor y menor es todo lo que existe fuera y dentro del hombre -; y, luego, el del empeño porque nos conozcamos a nosotros mismos, como sujetos y objetos del conocimiento, y, por ende, aprendamos a ser nuestros propios amos y señores. La grandiosidad del universo urge la curiosidad por indagar qué es la vida, qué somos en su seno como partículas infinitesimales del todo y cuál es nuestro devenir. En suma, origina la inevitable búsqueda del saber, sin siquiera el impedimento de nuestras de limitaciones humanas, en un empeño que transforma cada respuesta en nuevas e inacabables preguntas.
El camino está en el estudio y la reflexión; en la indagación de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas; esto es, a través de la filosofía que, como primera ciencia, persigue el conocimiento cierto de ellas por sus principios y causas, y luego por las ciencias específicas que concurren en pro de nuestro cometido. Como sabemos, si bien nuestra Orden es una institución esencialmente filosófica, ella no pretende resolver los enigmas de la vida para luego entregarnos sus conclusiones en recomendaciones o dogmas, sino enseñarnos cómo desenvolver la mente y el corazón para que encontremos la verdad por nosotros mismos, ayudados del trabajo en los talleres, en que debemos forjar y utilizar las herramientas recibidas con miras a construir, en definitiva, el templo inmaterial de nuestra propia perfección, perfección ésta que dará las repuestas que requiere el hombre superior. Ello se obtiene mediante el pensamiento libre. Sin desdeñar la crítica y la autocrítica, objetiva y permanente, buscando racionalmente la verdad lejos del prejuicio y el dogmatismo.
Los masones estamos llamados a constituirnos en seres reflexivos por antonomasia. En tal esfuerzo, sin duda que nos servirá la sabiduría acumulada de quienes nos han precedido, al tiempo que buscamos en todos los ámbitos las pruebas que superen la simple apariencia de la realidad, para lograr una razonada convicción. Guiados así, podremos buscar respuestas a las interrogantes que nos plantea el Universo; y, de manera muy especial, aprenderemos a volcarnos en nuestro propio cosmos individual —el más próximo y tal vez el único cierto- a fin de descifrar nuestra incógnita interior, tan enorme y trascendente como el mundo extra sensorial.
Lo anterior está acorde en todo con lo señalado por un V:.H:. al sostener que quien ha sido elegido para hacer estos caminos es un hombre al cual se le ha dado acceso a una filosofía que lo asocia a la obra universal, cósmica; que lo incorpora a la evolución infinita y eterna, después de haber desarrollado en él la conciencia del rol que puede jugar en su calidad de entidad individual de este universo viviente, en perpetua gestación y transformación». Es finalmente, el socrático «Conócete a ti mismo» el que nos llevará al Dios que cada uno de nosotros busca. Recordemos que nuestra Orden, ni deísta ni atea, considera precisamente como un principio de vida en el masón, según el leal saber y entender de cada uno, el concepto del G:.A:.D:.U:. a cuya gloria entregamos nuestros esfuerzos cotidianos de Orden y de masones.