Si recurrimos a un diccionario nos encontraremos con que un símbolo es una figura u objeto que tiene un significado convencional. Pero esta definición nos resulta incompleta. “El hombre –dice Carl G. Jung- emplea la palabra hablada o escrita para expresar el significado de lo que desea transmitir… su lenguaje está lleno de símbolos, pero también emplea con frecuencia signos o imágenes que no son estrictamente descriptivos…” Logotipos, emblemas, marcas de fábrica, las iniciales de algunas organizaciones, adquieren un significado reconocible según al uso común. Sin embargo, Jung afirma que tales cosas no son símbolos. Son signos y no hacen más que denotar los objetos a los que están vinculados.
Una imagen es simbólica cuando representa algo más que su significado inmediato y obvio.[1]
El proceso por el que un símbolo adquiere carácter universal está inmerso en el desarrollo del alma humana y recién comienza a revalorizarse a partir del siglo XX, especialmente con el descubrimiento del poder de los mitos y la teoría de los arquetipos del ya citado Jung. De tal modo, el símbolo se convierte en una suerte de conexión entre el hombre y el principio que aquel representa y del cual emana.
Esta instrucción gradual del francmasón, a la que hemos hecho referencia, conforma un método de acceso a este lenguaje mediante la iniciación y el posterior trabajo en Logia. El símbolo, al igual que el proceso inicático, carece de coordenadas de espacio y tiempo; puede ubicarse en cualquier época y en cualquier cultura; actúa de manera independiente de cualquier forma de religiosidad e impacta en la conciencia con la fuerza de la experiencia vital. La potencia del lenguaje simbólico que emplean los masones reside justamente en la capacidad que posee el “drama iniciático”, que transcurre en un espacio virtual, para trasmitir al neófito en el sentido más profundo del símbolo y hacerlo partícipe de esa conexión.
En su tratado sobre La interpretación de los símbolos, Luis Galarza expresa que “…el poder de persuasión y de convicción del símbolo estriba en que a través de la imagen se vivencia un sentido, se despierta una experiencia antropológica vital, en la que se ve implicado el intérprete. En el momento de la interpretación, el sujeto debe aportar su propio imaginario que actúa como medio en el cual se despliega el sentido, y debe atender a las resonancias, a los ecos que en él se despiertan, acontecen…”[2]
Visto desde esta perspectiva, podríamos decir que en masonería, el éxito del iniciado no dependerá de otra cosa que de su capacidad para penetrar la naturaleza de esos símbolos y aprehender aquel nuevo lenguaje (el simbólico) con el cual reinterpretará el mundo; pero, lo que es aún más importante, se reinterpretará a sí mismo, convirtiéndose en artífice de su propio templo espiritual y de la sociedad que integra.
Estas breves definiciones permiten aproximarnos a comprender porqué símbolo y masonería resultan inseparables. No sabemos a ciencia cierta en qué momento cobraron sentido los símbolos que integran el lenguaje masónico, pero es fácil encontrarlos en la visión alegórica de los Padres de la Iglesia y, particularmente, en los escritos de los grandes exegetas benedictinos.
Esta simbología está integrada a la arquitectura y al arte, pero también se percibe en estructuras sociales y políticas en donde cobra dimensión sociológica. Sería un error circunscribir la acción del símbolo a un ámbito puramente esotérico, pues la historia de la francmasonería demuestra con claridad que el símbolo puede convertirse en factor inspirador de cambios sociales, inducir un nuevo orden moral, establecer normas de conducta y adquirir una dimensión ética en la vida republicana, en la lucha por los derechos humanos y en la construcción de una nueva sociedad regenerada. En síntesis: emergiendo del misterio mismo y de la experiencia iniciática, el simbolismo masónico alcanza su destino final en la construcción del progreso.
Los símbolos no exigen creencias particulares. Son el resultado del progreso de la conciencia desde las oscuridades prehistóricas de nuestra especie. Los símbolos, como ningún otro lenguaje, colocan al hombre frente a su propia sombra indicándole, a su vez, el camino de la luz.
En esta capacidad se basa el concepto de fraternidad universal, común a todas las corrientes masónicas, puesto que apunta a descubrir la naturaleza esencial de la humanidad toda más allá de cualquier sectarismo. No en vano los regímenes totalitarios han desarrollado su propia simbología explotando el lado oscuro de la naturaleza humana. Ni tampoco por casualidad encontramos símbolos masónicos en los documentos fundacionales de las democracias modernas.
[1] Jung, C.G.; “El hombre y sus símbolos” (Barcelona, Luis Caralt Editor, 1976) También “Arquetipos e inconsciente colectivo”, (Barcelona, Piados 1991).
[2] Galarza, Luis;”La Interpretación de los símbolos, Hermenéutica y lenguaje en la filosofía actual” (Barcelona, Antrophos, 1990).