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EL BARCO QUE NO SE HUNDE

German Retana

German Retana «Hay partes de un barco que si están separadas se hundirían: el motor se hundiría, la hélice se hundiría; pero cuando las partes de un barco se unen, flotan». Así justifica Ralph W. Sockman el valor de la cohesión en un equipo, sobre todo cuando éste navega por aguas turbulentas, de alto riesgo, en medio de embates externos y ante quienes disfrutarían viéndolo sucumbir. La auténtica unión surge de la sabia combinación de las diferentes cualidades de sus miembros: capacidad para complementarse, generosidad para ofrecer ayuda y humildad para aceptarla. Girar alrededor de unos pocos, en momentos así, equivale a recargar la nave hacia un lado y arriesgar su equilibrio. Todos son importantes si asumen responsablemente su rol y lo elevan a su máximo potencial. Las aguas «picadas» de la vida sacan a flote el espíritu real de las personas.

El primer paso, entonces, es que cada miembro haga su parte y aporte a la causa. Un agujero, por pequeño que sea, hunde un barco. La fortaleza de cada uno es tarea personal. Esta autoexigencia se convierte en confianza y serenidad para todos: ventajas determinantes para cruzar entre tempestades. La preparación individual a veces es invisible, pero sus frutos son públicos.

El segundo paso es trascender y perdonar los defectos y procederes de los otros. Con equipajes pesados, se navega lento. La nobleza alienta a soltar resentimientos, a entender las faltas y limitaciones de los compañeros de viaje con magnanimidad. Bien dice H. W. Beecher: «Toda persona debería mantener un cementerio lo bastante grande como para enterrar las faltas de sus amistades». La armonía no se logra ocultando las diferencias, sino tolerándolas y usándolas inteligentemente en favor del gran puerto al que se desea arribar.

Al emprender el rumbo, será vital un tercer componente: la disciplina; esa virtud que marca la ruta y previene los desvíos a causa de las distracciones pasajeras. La mediocridad ve la disciplina como restricción a la libertad, los exitosos saben que de ella emanan sus galardones.

Un equipo enfocado en su meta persiste en trabajar fuertemente, en hacer que las cosas sucedan, es decir, entra en acción: única forma de avanzar. La disciplina aglutina los esfuerzos en torno a una estrategia compartida, permite rectificar errores y perseverar ante los imponderables que tientan a rendirse.

Los tres componentes anteriores se unen para fertilizar la confianza y cristalizar la fe, esa fe que en momentos difíciles despeja la duda, la desesperación y la amargura. Nadie tiene asegurado el éxito, pero quien actúa con fe recogerá sus frutos al final de la travesía. La confianza mueve las relaciones en la misma dirección, inspira la fortaleza para superar vendavales y abona la ecuanimidad. Su orientación es variada: hacia los líderes, la estrategia, los compañeros y los colaboradores. ¿Podría suceder algo bueno cuando se pierde la fe?

Los líderes que crean un ambiente constructivo para que estos cuatro pilares se desarrollen en el equipo serán excelentes capitanes de barco. Sin importar vientos en contra, navegarán plenos de fe. Para ellos no existe la dependencia de la «suerte», sino el trabajo duro, honesto y sostenido. La fe en ellos mismos cataliza su equilibrio emocional. «Si nuestra mente se ve dominada por el enojo, desperdiciaremos la mejor parte del cerebro humano: la sabiduría, la capacidad de discernir y decidir lo que está bien o mal», señala el Dalai Lama. Con estos «cuatro cargamentos» abordo, el barco no se hundirá, porque todas sus partes estarán fuertemente unidas navegando con seguridad.

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