Como masones que buscamos la verdad, tenemos que aceptar que el nivel de conocimientos de nuestra época nos dice que los Hombres somos unos recién llegados a un planeta lleno de agua, de oxígeno y de luz solar, que gira alrededor de una estrella de mediana magnitud, en un rincón olvidado del cosmos.
POSICIÓN DEL HOMBRE ANTE EL UNIVERSO Y LA VIDA
En épocas remotas, el hombre descubrió algo elemental: que él era el eje del Universo. Se había ordenado que las estrellas y planetas se movieran majestuosamente para guiarlo y advertirle cualquier peligro, mientras trabajaba o viajaba. Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo, nuevas investigaciones e instrumentos lo obligaron a reconocer que él y su mundo eran simples partículas cósmicas de un universo enorme, emocionante y desconocido.
Desde nuestra posición en cualquier punto de la Tierra, las estrellas salen y se ponen a nuestro alrededor, lo cual apoya la creencia de que nuestro planeta se halla en el centro de nuestro Universo, haciéndonos creer que toda esta maravilla fue creada exclusivamente para nosotros, para nuestro beneficio y para beneficio de nuestro grupo, porque nosotros somos especiales. El Universo parece entonces diseñado para los seres humanos.
¡EI Universo entero ha sido hecho para nosotros! ¡Que importantes debemos ser! Esta satisfactoria demostración de nuestra importancia, apuntalada por la observación diaria de los cielos, hizo de la noción geocéntrica una verdad transcultural que se enseñó en las escuelas, se introdujo en el lenguaje y fue parte esencial de la literatura y las escrituras sagradas.
Todo esto ocurrió porque se produjo una desgraciada coincidencia entre las apariencias cotidianas y nuestras esperanzas secretas. Al parecer anhelamos un privilegio, merecido no por nuestros esfuerzos, sino por nacimiento: ¡porque fuimos creados a imagen y semejanza de Dios! El Creador y Gobernador de todo el Universo es precisamente como yo. ¡Qué adecuado y satisfactorio!
La filosofía y la religión advertían que Dios o los dioses eran mucho más poderosos que nosotros, celosos de sus prerrogativas e implacables a la hora de repartir justicia en casos de arrogancia intolerable. Al mismo tiempo estas disciplinas no tenían la más mínima idea de que sus propias enseñanzas acerca de cómo está ordenado el universo constituían un acto de vanidad y un error. Incluso cuando a mediados del siglo XVI, Copérnico desplazó a la Tierra del centro del Universo para poner al Sol, en la introducción de su libro, escrita por el teólogo Ossiander, advertía que la astronomía no podía darnos ninguna certeza; la certeza sólo podía ofrecerla la religión.
En el siglo XVII quedaba todavía alguna esperanza de que, aunque la Tierra no fuera el centro del Universo, pudiera ser el «único mundo»; pero el telescopio de Galileo mostró que la Luna y los planetas tenían el mismo aspecto que la superficie de la Tierra. Después de milenios de debate filosófico el tema quedó definitivamente saldado a favor de la pluralidad de los mundos y esta fue una más de la serie de degradaciones, de experiencias decepcionantes, de demostraciones de nuestra aparente insignificancia,
que la ciencia en su búsqueda de la verdad fue infligiendo al orgullo humano. De acuerdo, concedieron algunos. Pero, aunque la Tierra no se encuentre en el centro del Universo, el Sol sí, nuestro Sol es el astro rey. Sin embargo, en el siglo XIX, la astronomía observacional dejó bien en claro que el Sol no es sino una estrella más entre el enorme conjunto de soles que constituye la Vía Láctea, de la cual nos encontramos a 30 mil años luz de su centro.
De acuerdo. Pero entonces, nuestra Vía Láctea es la única Galaxia del Universo. Para desgracia de nuestro orgullo, la Vía Láctea es una entre millones de galaxias y no se destaca precisamente por sus dimensiones ni por su brillo. Cada una de estas galaxias constituye «Universos-islas» que contienen 100 mil millones de soles cada una. La imagen fotográfica que comprueba este hecho constituye un pro- fundo sermón sobre la humildad.
De acuerdo, dijeron los hombres; pero entonces, nuestra galaxia se encuentra en el centro del Universo. Tampoco eso es cierto. Cada galaxia ve a las otras alejándose de ella y pueden considerar entonces que son el centro del Universo. Sin embargo, la expansión no tiene centro en el espacio tridimensional ordinario. De acuerdo, se dijo, pero aun- que existen cientos de miles de millones de galaxias, no hay otra estrella que tenga planetas orbitando a su alrededor fuera de nuestro sistema solar. En nuestra ignorancia pasajera, los geocentristas siempre hallan esperanzas. Sin embargo, hoy tenemos pruebas fidedignas de que hay al menos tres planetas orbitando una estrella densa, el Pulsar B 1257 + 12 y hemos hallado 100 mil estrellas de masa similares al Sol rodeadas de grandes discos de gas y polvo cósmico, a partir de los cuales se forman los planetas.
De acuerdo. Pero si nuestra posición en el espacio no nos atribuye un rol especial, nuestra posición en el tiempo, sí. Hemos estado presentes en el Universo casi desde el principio. Porque, como dice el Génesis, capítulo 1, versículo l, el Universo y la Tierra fueron creados el mismo día y sumando la edad de los Patriarcas hebreos, obtendremos que la edad de la Tierra es de 6 mil años.
Más aun; el arzobispo inglés James Usher, anunció con gran pompa y sabiduría que el mundo fue creado el sábado 22 de octubre del año 4.004 antes de Cristo, mientras Adán fue creado un viernes 17 de septiembre a las nueve de la mañana en punto. Pero en un Universo tan joven, cómo es posible que existan objetos astronómicos a más de 6 mil años-luz de distancia y Andrómeda, nuestra más cercana galaxia, se encuentra a una distancia de 2 millones de años-luz, de modo que la luz, viajando a 300.000 km. por segundo, ha tardado 2 millones de años en llegar hasta nosotros y la estamos viendo como era cuando la luz inició su largo viaje hacia la Tierra, 2 millones de años atrás.
Toda la evolución de las estrellas y el fechado radiactivo de las rocas evidencia que antes que surgiera la Tierra en el espacio transcurrieron 15 mil millones de años, cuyos 2/3 se agotaron antes de la aparición de la Tierra; y por si esto fuera poco, la historia del Universo había transcurrido en un 99,998 % antes que nuestra especie humana entrara en escena.
Somos unos recién aparecidos, por lo que durante esa enorme extensión de tiempo no habríamos podido asumir ninguna responsabilidad especial sobre nuestro planeta, nuestra vida o cualquier otra cosa de este mundo, simplemente porque no estábamos aquí.
De acuerdo. Pero si no podemos encontrar nada especial acerca de nuestra posición y nuestra época, quizás nuestro movimiento tenga algo especial, puesto que Newton y los demás físicos clásicos sostenían que la velocidad de la Tierra en el espacio constituía un «marco privilegiado de referencia”.
Esta física absolutista no es sino el remanente de un chovinismo terrestre cada vez más desacreditado, porque las leyes de la Naturaleza deben ser las mismas, independientemente de la velocidad o del punto de referencia del observador, según la Teoría de la Relatividad; y los seres humanos no constituyen excepción a la prueba que aportó el trabajo de Einstein.
De acuerdo. Pero aunque nuestra posición, nuestra edad, nuestro movimiento no sean únicos, quizás nosotros lo seamos, por- que somos distintos a los demás animales y la devoción particular del Creador del Universo queda patente en nosotros. Esta afirmación nos dejó contentos hasta que a mediados del siglo XIX Charles Darwin escribió: «en su arrogancia el hombre se considera una obra grandiosa, digna de la intervención divina. Es más humilde y veraz considerarle creado a partir de la evolución de los animales».
A finales del siglo XX, la biología molecular y los estudios del Genoma han demostrado irrebatiblemente las íntimas y profundas conexiones de la especie humana con otras formas de vida sobre la Tierra.
De acuerdo. Pero incluso si estamos íntimamente relacionados con el resto de los animales, somos diferentes no sólo en rango sino en género, en lo que realmente interesa: raciocinio, autoconciencia, fabricación de herramientas, ética, altruismo, religión, lenguaje, nobleza de carácter.
La singularidad humana se ha exagerado enormemente. Los chimpancés razonan, son autoconscientes, fabrican herramientas, demuestran devoción y aproximando su ADN al hombre, coinciden en un 999 por 1.000 en sus genes activos. Sin embargo, el chovinismo humano tiende a «humanizar todo: los cuentos y dibujos animados representan a los animales vestidos, viviendo en casas, comiendo con cuchillo y tenedor, hablando idiomas humanos, hasta con acentos regionales; trenes, autos y aviones tienen características antropomórficas. No podemos evitarlo, es a veces superior a la razón. Cuando hablamos de la «ira del cielo», «el cólera divino», «la agitación del mar», «la resistencia de los diamantes», «la atracción de la tierra», «la excitación de un átomo», de nuevo pensamos en una visión animista del mundo. Estamos atribuyendo existencia real a objetos inertes. Sin saber por qué, algún nivel primitivo de nuestro pensamiento dota a la naturaleza inanimada de pasiones y premeditación. El filósofo Orígenes se preguntaba si «la Tierra es también de acuerdo a su naturaleza, responsable de algún pecado» y Cicerón resumía la postura filosófica de los estoicos con estas palabras: puesto que el Sol se parece a los fuegos contenidos en los cuerpos de las criaturas vivientes, el Sol también tiene que estar vivo». En una encuesta realizada en 1989 en USA, el 70% de las personas afirmaba que el Sol tiene vida y un 36% respondió que una llanta de automóvil podía sentir.
Si bien todo ello puede tener como consecuencia una serena distorsión en nuestra visión del mundo, conlleva una gran virtud porque la proyección de nuestros sentimientos es una premisa esencial para la compasión.
De acuerdo, quizás no seamos gran cosa, puede ser que estemos humillantemente emparentados con los simios, pero por lo menos somos lo mejor que existe.
Exceptuando a Dios y a los ángeles, somos los únicos seres inteligentes del Universo. Pero ya lo dijo Cicerón: «para todo ser humano, pensar que en todo el mundo no hay nada superior a él, supondría un acto de insana arrogancia». En la segunda mitad del siglo XX, la marea del progreso científico ha sido capaz, en una etapa tan temprana de nuestra evolución tecnológica, de crear inteligencia a partir del metal y la silicona. Por otra parte, aunque no hemos encontrado vida extraterrestre, la cuestión está completamente abierta.
Estadísticamente, si existen 100 mil soles como el nuestro en la Vía Láctea y 100 mil galaxias en el Universo conocido, la probabilidad es que haya 10 mil millones de planetas similares al nuestro con posibilidades de vida.
También es posible que la finalidad del Universo no sea el Hombre sino la Inteligencia, desarrollando estructuras cada vez más elaboradas que se manifestarían en una Inteligencia superior a escala astronómica.
A la luz de todo lo que sabemos y hemos aprendido, parece evidente que la búsqueda de una inmerecida posición privilegiada para el ser humano, no será nunca abandonada por éste. Es lo que en física se conoce como «Principio antrópico», principio que establece que si las leyes de la Naturaleza y las constantes físicas como la velocidad de la luz, la carga del electrón, la constante gravitacional o la constante de Planck en la física cuántica, hubieran sido distintas, el curso de los acontecimientos que condujo al origen de la vida y de la especie humana no se habría producido. Todas las leyes y constantes de la Naturaleza parecieran haber sido establecidas para que con el tiempo, los seres humanos llegaran a existir, resucitando la antigua noción de que el Universo fue creado para nosotros.
El filósofo Imanuel Kant resume esta antigua visión diciendo que «sin el hombre… toda la creación no sería más que un desierto, un acto en vano que no tendría finalidad última». Voltaire, a través de su personaje, el Dr. Panglos en su obra Cándido, está convencido de que este mundo, con todas sus imperfecciones, es el mejor de los mundos posibles. Einstein se preguntaba si Dios, en el momento de crear el Universo, tuvo la posibilidad de elección. «No creo que Dios juegue a los dados con el Universo», es su frase a este respecto.
Lo que está claro es que no tenemos la más mínima idea de cómo determinar qué leyes de la Naturaleza son posibles y cuales no y qué correlaciones de leyes naturales están ‘permitidas». Nuestro Universo es casi incompatible con la vida. La vida sólo puede prosperar en 10- 37 (treinta y seis ceros antes que el 1) 0,0000000000000000000000000000000000001 del volumen del Universo; el resto es negro, vacío, frío y lleno de radiación, de tal manera que somos tan afortunados, porque si no lo fuéramos, no estaríamos aquí para plantear esta cuestión.
No contamos con ningún método experimental para poner a prueba las hipótesis antrópicas a favor de la centralidad y singularidad de la especie humana, pero hay algo sorprendente; solamente determinadas leyes y constantes de la Naturaleza son compatibles con nuestra clase de vida. Pero, en esencia, son necesarias las mismas leyes y constantes para formar una roca. Si las piedras pudieran filosofar, los «principios líticos», serían considerados por las rocas como el máximo de su intelectualidad. Nuestros antepasados concebían los orígenes extrapolando a partir de su propia existencia; y en nuestras cosmologías, hemos tenido la tendencia a plasmar las cosas de tal modo que nos resultaran familiares, imaginando algo parecido a nuestros propios sistemas políticos dirigiendo el Universo. Después, buscamos en la Religión y en la Filosofía, paliativos, terapia y consuelo, desarrollando fábulas tranquilizadoras, consternados porque el Universo no se ajusta a nuestras preferencias.
Luego llegó la Ciencia y nos enseñó que nosotros no somos la medida de todas las cosas, que existen maravillas jamás imaginadas y que el Universo no está obligado a ajustarse a lo que nosotros consideramos cómodo o plausible. A pesar de este aparente desaire al orgullo de la especie humana, la Ciencia ha encaramado a la autoconciencia humana a un nivel más elevado, dando un gran paso hacia la madurez, dejando de lado la puerilidad y el narcisismo de nuestras nociones autocomplacientes.
SI EL MASÓN QUIERE SER, DEBE SERLO EN EL PRESENTE, EN CADA MOMENTO FUGAZ DE SU EXISTENCIA
Como masones que buscamos la verdad, tenemos que aceptar que el nivel de conocimientos de nuestra época nos dice que los Hombres somos unos recién llegados a un planeta, lleno de agua, de oxígeno y de luz solar, que gira alrededor de una estrella de mediana magnitud en un rincón olvidado del cosmos. Surgimos de microbios y detritus formados de polvo de estrellas y por evolución nos separamos como una rama de homínidos de nuestros primos hermanos, los simios, desarrollando un cerebro humano, donde nuestros pensamientos y sentimientos no se hallan enteramente bajo nuestro control y aunque nos vanagloriamos de nuestra inteligencia, no tenemos un acuerdo generalizado sobre una visión a largo plazo del objetivo de nuestra especie, a no ser quizás, la simple supervivencia.
Algunos pueblos han adquirido un desarrollo científico tecnológico que los hace decir que estamos iniciando un tercer milenio de nuestra Era, mientras otros pueblos todavía no salen del medioevo y otros aún viven la edad de piedra. Pasamos directamente del pavor religioso de las sociedades aztecas o babilonias, al pavor de un saber que carece de alma.
¡No tenemos un consenso planetario para decir a dónde vamos! Sin embargo, la fuerza de los hombres modernos proviene de haberle dado un rostro científico a las creencias góticas que venían conmoviendo el alma de Occidente, transformando el mundo de los sueños, de las leyendas, de los mitos, de las súbitas iluminaciones poéticas, en ingenios tecnológicos que han simplificado y humanizado nuestras vidas. Vamos a seguir investigando y descubriendo nuestro Universo, nuestro
genoma y nuestro cerebro, abriéndonos de nuevo y sin reduccionismos al mundo de la verdad, del bien, de la belleza en su totalidad corpóreo-espiritual. Es imposible que la búsqueda de ellos, que son la razón de ser del hombre, no esté pugnando desde la sombra por reconquistar sus derechos, recuperando al hombre entero, porque donde crece el peligro crece también lo que salva.
A la luz de los hechos, es evidente que la experiencia humana en todas sus formas ha marchado en íntima relación con el tiempo. El ser humano goza de la temporalidad propia de los seres vivos, pero además posee la riqueza de un «llegar a ser», es decir de identificarse con un proyecto, lo cual le crea un destino y la posibilidad de una elección.
Quien ha llegado a ser un Maestro Masón, ha elegido libremente un proyecto de vida y al hacerlo trasciende su determinismo biológico y supera su herencia genética.
La verdad se convierte en una flecha dirigida hacia el infinito y el tiempo nos remite entonces desde las dimensiones sustantivas de la metafísica a los problemas puros de la ontología, porque de todos los entes, es el hombre el único que plantea la pregunta por el Ser.
El Masón es un ser en el tiempo. Un «Dasein», según Heidegger. Ser-ahí, es existir desde la finitud. Somos seres-para-la-muerte. Pero además, la existencia humana consiste en ser-en-el-mundo, estar entre cosas que tienen sentido para mí. También es un ser-con-los-otros, con otras personas, otras perspectivas. Si existimos es para obrar.
Nos encontramos arrojados a la existencia y debemos elegir lo que queremos ser, nos tenemos que inventar, construir, sabiendo que hay un final absoluto. Por otra parte, la Masonería nos recuerda a cada instante la temporalidad de nuestra existencia al preguntarnos: ¿de dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos? Qué somos, es el instante único e irrepetible del presente, es la presencia del ser. El presente es el aquí y el hoy. Si el masón quiere ser, debe serlo en el presente, en cada momento fugaz de su existencia. Mas el presente no es sólo momento de decisión y de acción; también puede ser tiempo de quietud y contemplación, momento de éxtasis en que el hombre sale fuera de sí y olvidándose del tiempo puede sentir la eternidad. Es el Maestro Hiram que ve aproximarse la muerte y se mantiene inalterable cuando recuerda que nada muere en la Naturaleza porque es él, el orden cósmico que preside los mundos siderales.
Para el Maestro todo presente es fin y comienzo, es efecto y causa, origen y resultado, es realidad y posibilidad, es intención y propósito de querer prolongar ese presente hacia el futuro. Pero ningún presente se forma de la nada. Todo momento histórico emerge de los momentos anteriores, siempre hay un ayer que nos indica de dónde venimos. Somos herederos y somos lo que somos por todo lo que ha sido antes. El pasado nos determina, nos moldea, nos condiciona. La psicología de profundidad nos ha enseñado que ciertas vivencias arcaicas arquetípicas siguen presentes en las capas más profundas de nuestro ser anímico. El pasado está presente en nuestros prejuicios y en nuestras costumbres. El pasado está presente en las estructuras económicas, sociales y mentales que perduran a través de los tiempos y que establecen los límites o landmarks dentro de los cuales se debe efectuar toda acción del presente.
Sin embargo, el Masón es un ser racional y libre; siempre puede aceptar o rechazar su pasado. El pasado nos condiciona y nos limita, pero nosotros no somos esclavos de él. Podemos continuarlo, podemos alterarlo y podemos rechazarlo, los porque masones somos hombres libres y aunque arraigamos nuestra existencia en la realidad de nuestra tradición, sabemos que nuestro pasado es un pretérito imperfecto y que es necesario seguir construyendo el mundo humano y con este fin nos proyectamos hacia el futuro. Por ese motivo nos preguntamos: ¿a dónde vamos? Soñamos con mundos mejores y el futuro nos depara el tiempo para hacer historia. El futuro para el Maestro significa determinación en libertad, libre realización, compromiso que se contrae voluntariamente. A la luz de un «llegar a ser», elegimos nuestro porvenir, hacemos nuestro futuro y nos adelantamos al tiempo. En vez de improvisar nuestro presente, lo configuramos de acuerdo a nuestras esperanzas y nuestros proyectos. Pero sería peligroso para la calidad de nuestra obra que al soñar con el futuro cortáramos los vínculos que nos unen con el pasado, porque el desconocimiento de las realidades y posibilidades de la historia ya hecha puede significar que el hombre se malogre en la historia por hacer.
En la temporalidad del hombre se conjugan el pretérito, el presente y el futuro. El Iniciado vive siempre en la tensión entre un pasado inconcluso y un futuro por empezar; entre la realidad histórica que hereda y la nueva realidad que debe crear. El Masón no es un esclavo de la tradición ni un dios que puede crear cualquier mundo posible. El Masón es lo que es por su pasado, pero es libre para elegir nuevas metas, evitando dos circunstancias que pondrían en peligro su desarrollo armónico:
1. un progresismo ingenuo que conduciría a la revolución permanente o,
2. un tradicionalismo sentimental que hace caer en un inmovilismo estático. Esperanza y recuerdo no son sino dos manifestaciones de la misma voluntad existencial de dar un sentido a la vida y al tiempo, entre un pasado real y un futuro posible.
Y el Maestro Masón supera el tiempo mediante la integración de pasado, presente y porvenir. Por ello trabajamos del mediodía de nuestra madurez a la medianoche de nuestro paso al O:.E:., conformando nuestra vida a un ideal de formación de uno mismo por uno mismo, en una actitud que nos permite en forma positiva vivir en la vida cultural de nuestro tiempo.
El espacio es una serie de pun- tos y el hombre va de uno a otro; pero el tiempo es irrevocable y cada instante es una creación. Así como existe un tiempo mensurable por el reloj, hay también un tiempo medido en la conciencia; este es el tiempo real, el verdadero tiempo del Masón que estimula la meditación acerca de nuestro destino humano, antes que el tiempo muera en nuestros brazos.
Hernán Sudy Pinto